Pañal de adulto, lubricante, preservativos, lencería y parafernalia erótica

Mi pañal «erótico»

Hace tiempo que no sé de ti. La última vez que nos vimos, llegaste a mediodía, con tu coche rojo granate. Era un día otoñal, ¡precioso!. Hacía calor… El sol estaba intenso y, una ligera brisa movía alegremente las hojas de los árboles.

El ruido de tu coche era inconfundible. Llegaste. Sin embargo, tardaste un tiempo en bajar del vehículo. No entendíamos bien tu pequeña demora, pero, ahí estábamos, esperándote en el porche.

En ese instante me encontraba acompañada de nuestras amistades anfitrionas. Yo, había llegado unas horas antes. Ese día, madrugué. Estaba ilusionada por verte.

Era un precioso domingo de otoño. El sol acariciaba mi rostro e impedía que pudiera abrir suficientemente los ojos. ¡Me encanta sentir el calor del sol en mi cara!. Como apenas podía abrirlos, cuando bajaste del coche y anduviste por esas escaleras que te conducían hacia todXs nosotrXs -yo, prefería pensar que te conducían hacia mí-, sentí un fuerte cosquilleo en el interior. No podía verte, pero conforme te aproximabas, intuía el olor que desprendías a colonia varonil.

Parecías recién salido de la lucha. ¡Estabas muy…, podríamos decir, pulcro!. Bien peinado, limpio, con esa camisa verde turquesa y tus pantalones vaqueros, y con tus botas muy muy limpias. Me pareciste un hombre muy atractivo, como la primera vez que te vi, años antes.

Nada más te acercaste a mí para besarme, noté cómo ese cosquilleo se hacía más intenso. De hecho, era, mejor dicho, una especie de… «¡excitación!!!» Jajaja. Con sólo mirarte, y sentir tu barba en mi mejilla, me puse muy excitada.

Tenías ganas de sentarte a mi lado -de, eso, no me cabía la menor duda-. Mientras conversábamos entre ambos, y con nuestras amistades, ibas acariciándome lenta y suavemente: el hombro, el brazo, la espalda… ¡El momento en el que me retiraste el cabello de la cara, fue un instante fugaz y muy sensual! Todavía tengo en mi mente tu mirada tierna y llena de deseo.
Necesitabas tocarme y, yo, también lo esperaba, con mucha ansia. Sentir las yemas de tus dedos por mi cuerpo y mi cabello, me ponía a mil. Éramos cuatro, e hicimos un primer brindis, tras abrir una botella de buen vino. Mi asistente personal, quien veía que me encontraba radiante y nerviosa, se apartó de esa escena, percibiendo que no le necesitaba. Se puso a hacer llamadas telefónicas, y a aprovechar su tiempo.

Al comenzar la segunda botella de vino, nos dispusimos a comer. En la mesa, estábamos las cinco personas. Mi asistente personal, me estaba dando la comida, aunque, de vez en cuando, eras tú quien me daba el vino.

Recuerdo que reímos plácidamente. Intercambiamos muchas anécdotas, y entre historia e historia, nuestras miradas se cruzaban continuamente. Me encantaba la manera tan especial en que me mirabas los ojos, el cuello, los senos… Reías, con alegría. Yo, no podía apartar mis ojos de tus labios…
De manera mágica y misteriosa, nuestras amistades y mi asistente personal, tras finalizar de comer, desaparecieron de la escena. Se justificaban, fumando o hablando por teléfono. Cualquier excusa era buena para dejarnos a solas, y tranquilamente.

Tú y yo, seguíamos dialogando, riendo…; como, sin darnos cuenta de todo lo demás que pasaba a nuestro alrededor. Seguías sentado a mi lado y, ello, hacía posible que mientras reíamos, aproximáramos nuestros cuerpos, uno hacia el otro. Lo hacíamos de manera muy armoniosa. Parecía que nuestras bocas se buscasen.

Yo, no podía acariciarte con mis manos, pero, intentaba hacerlo con mi mirada, y con mis palabras. Deseaba besarte y, para poder lograrlo, te lo tuve que expresar, explícitamente. Me acariciaste la nariz y, con tu dedo pulgar, hiciste un poco de presión sobre mis labios. Seguidamente, empezaste a besar toda mi cara, hasta llegar a mi boca. ¡Seguías hablándome, mientras tanto!.

Tu beso era suave, al mismo tiempo que húmedo. Me acariciabas el cabello, por lo que, con tu mano derecha, ejercías presión, sujetándome la cabeza. Tus labios estaban llenos de saliva, que ibas esparciendo alrededor de los míos.

Con tu otra mano, me proporcionabas múltiples caricias por todo el rostro, el cabello, en el cuello…, llegando a mis senos. ¡Eran mis tetas, las que habías descubierto!. Tocaste mi pezón. Sin separar tus labios de los míos, al notar el pezón duro y erecto, manifestaste una discreta sonrisa, que te animó a darme un primer mordisco en el labio inferior de mi boca.

Yo, ese día, me puse mi vestido, palabra de honor, de jersey, de color gris oscuro, y con lentejuelas; medias negras, y de encaje; y, zapatos negros.

No me puse sujetador. Como suelo decir: «-soy una cuarentona, y con pechos caídos -«, jajaja. Pero, y aún así, aquella mañana no quise ponerme sujetador.

Cuando apretabas con tu mano izquierda mis senos, por encima del vestido, éste, al ser de jersey, permitía pequeños agujeros que hacían que pudieras notar mi piel directamente. Mientras tirabas de mis pezones, tu lengua juguetona se introducía en mi boca fuertemente. Los dos teníamos mucha saliva, compartiéndola.

Tocabas mis senos, con ganas. Los apretabas con fuerza y, los movías en círculo, sin parar. Y, de un lado a otro.

Aunque teníamos cierta intimidad, queríamos más todavía. Nos apetecía desnudarnos. Así que de manera disimulada entramos en la casa y, como ya estaba obscureciendo, encendiste el fuego de la chimenea. En el monte, hay un claro contraste de temperatura, de cuando el sol está presente a cuando se oculta.

El atardecer, no podía ser más bonito de lo que estaba siendo, ni más intenso. Sin embargo, los dos necesitábamos más. Te levantaste y, sacaste el mechero para iniciar el fuego en la chimenea. Dejaste la puerta entreabierta para que, yo, con mi silla de ruedas, pudiera entrar sin dificultad alguna.
Sonreíste de nuevo, al mirarme, mientras te aproximabas hacia la puerta, para cerrarla. A todo el mundo le habíamos dicho que entrábamos en la casa, porque teníamos frío e íbamos a ver la televisión, un rato.

Una vez más, buscaste, aún estando de pie, mis labios, para volver a besarme. Yo, te los di de inmediato. Al separarte de mí, te apoyaste sobre el sofá. En ese momento, rodé hacia ti lentamente para que, cuando estuviera muy cerca, mis reposapiés no te golpeasen.

Esperaba un siguiente beso. Sin embargo, tocaste el botón para reclinar el respaldo de mi silla hacia atrás y, me masajeaste ligeramente mi vientre. Me mirabas con mucho deseo. Y, seguiste hacia estas tetas que te gustaban tanto.

Con tu lengua, embestiste de nuevo toda mi boca. Me levantabas el vestido, para quitarlo y, de repente, paraste, efectuando una gran carcajada. Recuerdo que te encantó aquella adaptación de pañal «erótico», que había diseñado junto con una colega. En esta ocasión, era negro, con encaje incluido y alguna que otra transparencia. Nada que ver con los que se ofrecen en las farmacias. Me dijiste:

-Me parece una idea fantástica que hayas querido erotizar los pañales. Han quedado geniales. Pero, ahora, lo que quiero es quitártelo, jajaja.

Retomaste más intensamente el beso que me estabas dando, dándome bocados en la boca y, en los pezones. Llegó el momento de usar la grúa para pasarme al sofá y, así, poder tumbarme.

Habías desabrochado el pañal, por lo que tus dedos iniciaron el viaje de la seducción de los labios inferiores, frotándome toda la vulva y, en concreto, el clítoris. Me tenías totalmente excitada.

Volviste a besarme en los labios y, te dispusiste a ponerme el arnés. Conforme lo ibas poniendo, y aunque era la primera vez, ibas viendo que las tiras de los agarres podían servir para jugar. Te pusiste una en tu boca abierta, lo cual, impedía que, al besarme una vez más, nuestras lenguas pudieran intercambiar espacio.

Cuando me tuviste colgada para realizar la transferencia, me subiste todo lo posible para, estando tú arrodillado, pudieras besarme el trasero. Empezaste a hacerlo locamente y, con la lengua, buscabas el agujero. Dabas pequeños mordiscos, que me hacían reír, pero, sobre todo, me hacían enloquecer de placer y de deseo.

Yo, aunque en esa posición apenas podía moverme, sin lugar a dudas, reaccionaba a tus besos, lametones, mordiscos, moviéndome y jadeando. Te pusiste de pie y, como eres tan alto, teniéndome en el aire, y poniéndote detrás mío, empezaste a recorrerme con tus manos. Comenzando por la cabeza, la cara, la boca, el cuello, los brazos, los pechos, tirando de los pezones, acariciando mi vientre, explorando mi sexo, apretando los muslos, las piernas y, llegando a los pies.

Ardía en deseo. Tú, estabas en un punto parecido. Tu pene estaba muy abultado. Mientras me mantenías «colgada», te pusiste delante y, te quitaste la ropa. Aquel aspecto inicial, a bebé y recién salido de la lucha, ya había desaparecido. Te encontrabas muy excitado y sudoroso.

La escena era de lo más divertida. Cogiste la grúa, para realizar, finalmente, la transferencia. ¡Ahí, me tuviste!. Tumbada en el sofá, boca arriba, esperándote, a modo sumisa. ¡Quería dejarme hacer!.

Te pusiste a cuatro patas, encima mío. Poco a poco, tu cuerpo fue acercándose a mí. Volviste a parar, de manera repentina, para pedirme que fuera yo quien pida. ¡Querías ser mi sumiso!.

Es un tópico decir que lo que ocurrió en ese sofá fue brutal. Sin embargo, así lo viví. Estabas en posición de misionero. Si recuerdas, sí quise una penetración, pero, preferí que usases el dildo. Estaba tumbada boca arriba y, tú, me ponías el aceite aromático, que llevaba en el neceser. Tus manos estaban muy calientes. Las yemas de los dedos producían un tacto muy intenso, aterciopelado por el aceite. Cogiste el dildo y lo pasaste por la boca y por los pezones. Mientras, te pedía que me masajeases toda la vulva. Estaba muy tórrida y, sentía que podría eyacular.

Cuando te lo expresé, vi que estabas sorprendido, pero, me dijiste que si eso era lo que deseaba, me ayudabas, puesto que lo que querías era complacerme.

Te acordaste del pañal «tuneado», para que fuera sexy y erótico, y, no parabas de reír. Tu risa era contagiosa. Me decías:

– Tu pañal «erótico» es espectacular, preciosa. Has conseguido ponerme muy cachondo, jajaja. Cuando quieras, podemos repetir. De hecho, deberíamos abrir una pequeña empresa con este tipo de pañales. Nadie se imagina lo buenos que pueden llegar a ser, jajaja.

Continuamos buscando posturas que nos dieran más juego. Me senté en el sofá y, tú, en mi silla de ruedas. Quería verte desde esa perspectiva. Estabas increíble. Desnudo, sentado en la silla de ruedas, desprendiendo grandes carcajadas (estabas nervioso y especialmente excitado).

Te pedí que me pusieras, de nuevo, tumbada boca arriba, y que volvieras a ponerme ese pañal. Con tu móvil, hiciste unas cuantas fotos. Lo estábamos pasando bien. Todo resultaba muy divertido.

Llegó la noche y, teníamos que dejar nuestra aventura, para seguir con nuestras amistades. Quisiste vestirme tú. Volviste a sentarme en la silla, ayudado de la grúa. Entramos un segundo en el baño, para peinarme. Me diste otro beso.

Cenamos, ante el fuego de la chimenea, y con la compañía de otra buena botella de vino. Finalmente, tenías que irte. Tu coche no arrancó, por lo que fui yo quien te llevó a tu casa. Mi coche lo conducía mi asistente personal. Nos despedimos, allí, en tu portal. Aquel, se convirtió en el último beso que me diste.

Hace tiempo que no sé de ti. En la actualidad, tengo una pequeña empresa para diseñar pañales sugerentes y sensuales, jajaja. Cierto es que la gente no se imagina el juego que proporcionan, pero, todo el mundo repite, tras haberlos utilizado. Bien diseñados, se convierten en una bonita arma de seducción.

ARNAU RIPOLLÉS, Mª. S. (2016): «Mi pañal erótico», en MONTAÑA HERNÁNDEZ, R. (Ed.) (2016): Más relatos eróticos escritos por sexólogos. Vol. II. Valladolid: Isexus. ISBN: 978-84-940866-9-4. Págs. 193-197.